a Nitzerindany
Cierto
día un viajero llegó, muy cansado, a la entrada de un pueblo donde
un gran árbol arrojaba una refrescante sombra. Después de un largo
suspiro se echó bajo su cobijo y miró feliz al cielo azul que sobre
él se contoneaba. En el mar inmenso del viento unas cuantas nubes
flotaban alegres sobre el horizonte dibujando con finos trazos una
cantidad siempre cambiante de formas. Había caminado una gran
distancia bajo el calor abrumador de julio, y parecía que aún no
llegaba al destino tan anhelado. Pero también es cierto que no sabía
con certeza el destino, quizá únicamente lo intuía, pero bajo ese
pensamiento había decidido emprender el viaje y llevaba ya un bien
rato viajando sin rumbo definido por los laberintos de los cerros y
los ríos de esta inmensa sierra.
Atrás
dejaba las tierras lejanas de donde venía, el frió y el invierno de
las ciudades de oscuras tejas y días cortos, de los pueblos cercados
por bosques ancestrales y neblinas inmensas que cegaban incluso de
día. A ese mundo distante miraba en ocasiones cuando los fantasmas
de otras generaciones aún no se habían retirado por completo,
cuando las fotos y los álbumes familiares se encontraban velando en
su mente.
Mientras
se encontraba recostado acercóse una viejita con su difícil, casi
tortuoso caminar. Su bastón intentaba darle algún aliento pero no
parecía ayudarla mucho. Cuando pasó junto al árbol, el joven
viajero la saludó respetuosamente, a lo que la anciana se volteó
lentamente, mirándolo durante unos cuantos segundos con unos ojos
escrutadores. Se acercó lentamente, cuando una ligera sonrisa cubrió
su rostro. Hace mucho tiempo nadie extraño la había saludado tan
amablemente y el forastero le había despertado gran curiosidad. La
respetable señora vivía sola, en una casa a las orillas del poblado
y desde que su esposo se había muerto se comenzó a encerrar cada
ves más. Contaba con una pequeña huerta fuera de su casa donde
sembraba maíz y otras plantas, además de que en su patio aún
corrían algunas gallinas y pollos. Pero por la imposibilidad poco
podía realizar para su mantenimiento. Sus hijos habían salido a la
gran ciudad, a probar mejor suerte que los habitantes de esas
tierras, y regresaban en contadas ocasiones.
Ella
le invitó de comer, y el con el estómago vacío y ruborizado de
pena, no pudo resistir a tan tentadora invitación, con la
advertencia, claro está, de que no habría mucho que ofrecerle. La
casa ya casi en el cerro, muy alejada del pueblo, constaba de un
cuarto construido de adobe, cubierto con tejas ya algo viejas pero
útiles. En el patio se encobraba un comal frío sobre las cenizas de
un fuego extinto. Alrededor unas sillas rojas con la leyenda
“Coca-Cola” desentonaban con el bello paisaje y los cerros que a
lo lejos se podían apreciar. Tatei Urinaka, se llamaba la viejita
que, al mirarla más de cerca parecía más vieja que los montes y el
cielo, rápidamente prendió la lumbre y a calentar un guiso que
resultaron ser unos frijoles mientras una niña, que había llegado
corriendo de un camino trasero, le ayudó a tortear. Pronto estaba
servida la comida en unos platos de aluminio, a lo cual el viajero
comió hasta el hartazgo.
Detrás
de los cerros el sol agonizante cubría el cielo de un rojo intenso,
y en las lejanías se comenzaban a escuchar el aullido de los
primeros coyotes. Se le invitó a quedarse a dormir, y el aceptó. Al
día siguiente despertó tarde, el sol ya se hallaba nuevamente en el
horizonte y sintió que no quería partir de nuevo. En el patio había
bastante vida, los perros y las gallinas corrían en un armonioso
desorden entre el polvo. La anciana llegaba del río cargando una
cubeta de agua en su cabeza con visible esfuerzo a pesar de, en un
primer momento, hacerlo con ligereza. El joven viajero decidió
quedarse unos días mas para ayudar a la señora con sus actividades
diarias, a lo que pasaron los días y las semanas.
Una
noche fue a bañarse al rió. En el cielo la luna ardía tierna sobre
la sierra, mezeri la llamaban; y con su luz plateada iluminaba los
caminos, inundaba los valles y hacía brillar el agua que fluía en
el río mientras creaba extrañas figuras en en su sombras que
jugaban o conspiraban contra las criaturas del día. El joven, se
desvistió y se sumergió en el agua calmada de un río que parecía
cantarle a la noche. Cuando había terminado su bautizo parecía que
siglos habían pasado, que los cerros habían envejecido y que el
agua que fluía era otra, las pocas estrellas que brillaban no
revelaban el secreto ni el misterioso sonido de las lechuzas lejanas.
En la oscuridad se acercaba con paso ligero una bella figura, al
parecer morena, de ojos blancos que con su sonrisa parecía parar el
curso de los causes. Fue en ese momento en que supo que había
encontrado el destino de su viaje y que este lo había atrapado.
Gog
Diciembre de 2014
Diciembre de 2014