viernes, 26 de diciembre de 2014

Un camino al río en una noche de luna llena.




a Nitzerindany

Cierto día un viajero llegó, muy cansado, a la entrada de un pueblo donde un gran árbol arrojaba una refrescante sombra. Después de un largo suspiro se echó bajo su cobijo y miró feliz al cielo azul que sobre él se contoneaba. En el mar inmenso del viento unas cuantas nubes flotaban alegres sobre el horizonte dibujando con finos trazos una cantidad siempre cambiante de formas. Había caminado una gran distancia bajo el calor abrumador de julio, y parecía que aún no llegaba al destino tan anhelado. Pero también es cierto que no sabía con certeza el destino, quizá únicamente lo intuía, pero bajo ese pensamiento había decidido emprender el viaje y llevaba ya un bien rato viajando sin rumbo definido por los laberintos de los cerros y los ríos de esta inmensa sierra.
Atrás dejaba las tierras lejanas de donde venía, el frió y el invierno de las ciudades de oscuras tejas y días cortos, de los pueblos cercados por bosques ancestrales y neblinas inmensas que cegaban incluso de día. A ese mundo distante miraba en ocasiones cuando los fantasmas de otras generaciones aún no se habían retirado por completo, cuando las fotos y los álbumes familiares se encontraban velando en su mente.
Mientras se encontraba recostado acercóse una viejita con su difícil, casi tortuoso caminar. Su bastón intentaba darle algún aliento pero no parecía ayudarla mucho. Cuando pasó junto al árbol, el joven viajero la saludó respetuosamente, a lo que la anciana se volteó lentamente, mirándolo durante unos cuantos segundos con unos ojos escrutadores. Se acercó lentamente, cuando una ligera sonrisa cubrió su rostro. Hace mucho tiempo nadie extraño la había saludado tan amablemente y el forastero le había despertado gran curiosidad. La respetable señora vivía sola, en una casa a las orillas del poblado y desde que su esposo se había muerto se comenzó a encerrar cada ves más. Contaba con una pequeña huerta fuera de su casa donde sembraba maíz y otras plantas, además de que en su patio aún corrían algunas gallinas y pollos. Pero por la imposibilidad poco podía realizar para su mantenimiento. Sus hijos habían salido a la gran ciudad, a probar mejor suerte que los habitantes de esas tierras, y regresaban en contadas ocasiones.
Ella le invitó de comer, y el con el estómago vacío y ruborizado de pena, no pudo resistir a tan tentadora invitación, con la advertencia, claro está, de que no habría mucho que ofrecerle. La casa ya casi en el cerro, muy alejada del pueblo, constaba de un cuarto construido de adobe, cubierto con tejas ya algo viejas pero útiles. En el patio se encobraba un comal frío sobre las cenizas de un fuego extinto. Alrededor unas sillas rojas con la leyenda “Coca-Cola” desentonaban con el bello paisaje y los cerros que a lo lejos se podían apreciar. Tatei Urinaka, se llamaba la viejita que, al mirarla más de cerca parecía más vieja que los montes y el cielo, rápidamente prendió la lumbre y a calentar un guiso que resultaron ser unos frijoles mientras una niña, que había llegado corriendo de un camino trasero, le ayudó a tortear. Pronto estaba servida la comida en unos platos de aluminio, a lo cual el viajero comió hasta el hartazgo.
Detrás de los cerros el sol agonizante cubría el cielo de un rojo intenso, y en las lejanías se comenzaban a escuchar el aullido de los primeros coyotes. Se le invitó a quedarse a dormir, y el aceptó. Al día siguiente despertó tarde, el sol ya se hallaba nuevamente en el horizonte y sintió que no quería partir de nuevo. En el patio había bastante vida, los perros y las gallinas corrían en un armonioso desorden entre el polvo. La anciana llegaba del río cargando una cubeta de agua en su cabeza con visible esfuerzo a pesar de, en un primer momento, hacerlo con ligereza. El joven viajero decidió quedarse unos días mas para ayudar a la señora con sus actividades diarias, a lo que pasaron los días y las semanas.
Una noche fue a bañarse al rió. En el cielo la luna ardía tierna sobre la sierra, mezeri la llamaban; y con su luz plateada iluminaba los caminos, inundaba los valles y hacía brillar el agua que fluía en el río mientras creaba extrañas figuras en en su sombras que jugaban o conspiraban contra las criaturas del día. El joven, se desvistió y se sumergió en el agua calmada de un río que parecía cantarle a la noche. Cuando había terminado su bautizo parecía que siglos habían pasado, que los cerros habían envejecido y que el agua que fluía era otra, las pocas estrellas que brillaban no revelaban el secreto ni el misterioso sonido de las lechuzas lejanas. En la oscuridad se acercaba con paso ligero una bella figura, al parecer morena, de ojos blancos que con su sonrisa parecía parar el curso de los causes. Fue en ese momento en que supo que había encontrado el destino de su viaje y que este lo había atrapado.

Gog
Diciembre de 2014